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Baalbek
Cuenta la leyenda que Adán vivio en Baalbeck cuando había sido sólo un oasis rodeado de cedros. También se dice que en ese lugar estuvo morando Abraham, hasta que lo vieron montar en un caballo de fuego y desaparecer en las profundidades de la noche de Oriente. En Baalbeck, por último, Salomón habría edificado, por amor a la reina Saba, un palacio tan magnífico como no existía en toda Asia.
Más acá de las leyendas, la ciudad de Baalbeck atesora una historia de tres mil años, rica en odios y amores, en hazañas increíbles, en conquistas y en guerras de nunca acabar. Ubicada en las montañas del Líbano, a unos 85 Km de Beirut. Debido a su emplazamiento, en medio del camino de las caravanas que unían la alta mesopotamia con Siria y Egipto, Baalbeck tuvo mucho protagonismo. Ha sido la vieja "ciudad del sol" fundada por los cananeos, tribu semita que honraba al dios Baal. De ahí el nombre con que la bautizaron. El culto a Baal, el dios-sol, y su esposa Astarté, la diosa-luna, fue adoptado luego por los fenicios, posteriores pobladores del lugar. Básicamente, la liturgia de esta religión estaba orientada a lograr la fertilidad de la tierra y los rituales eran celebrados por sacerdotes que vestían largas levitas que constituyen el origen del khaftán oriental y de las sotanas.
De aquellos templos consagrados a Baal y a Astarté poco o nada queda hoy en Baalbeck. La ciudad fue conquistada - y saqueada, a veces - por sucesivos invasores asirios, griegos(con Alejandro Magno) y romanos. Más tarde, sería el turno de los sarracenos y de los tártaros (al mando del despiadado Tamerlán). Simultáneamente con los desastres de la guerra, Baalbeck padeció una sucesión de terremotos: los más severos en 1158, 1203 y 1664. Particularmente devastador fue el de 1759, que dejó la ciudad sumida en tinieblas y a sus pobladores creyendo que había llegado la hora del Apocalipsis. Pero ni los invasores ni los sismos pudieron doblegar del todo el testimonio que allí dejaron los romanos. Un legado de piedra, tan monumental como no hay otro conocido en Asia menor. En efecto, en Baalbeck - y de ahí su importancia arqueológica - los emperadores Augusto, Adriano y Caracalla (que gobernaron Roma desde los albores de nuestra era hasta el siglo III) levantaron una acrópolis diez veces más grande que la de Atenas. No hay, ni siquiera en la misma Roma, construcción tan gigantesca.
A la Baalbeck cananea y fenicia los romanos la rebautizaron Heliópolis, la "ciudad del sol". Augusto, cuyas cuatro décadas de gobierno - desde el año 27 a. De C. Hasta el 14 de nuestra era - fueron las más brillantes de toda la historia del imperio romano (de ahí el llamado "siglo de Augusto"), mandó erigir en Baalbeck un templo a Júpiter. A deidad tan grande no podía mezquinársele espacio: la planta medía 135 metros de largo por 113 de ancho, y el conjunto estaba sostenido por 54 columnas de 20 metros de alto. Vale la pena comparar su dimensión con la de otras dos grandes construcciones realizadas en Roma: el arco de Tito mide 14 metros de altura, y el de Constantino, 11 metros. El de Baalbeck fue, de lejos, el mayor edificio religioso de la Antigüedad consagrado a este dios (el Zeus de los griegos). Seis de sus colosales columnas aún están en pie.
El emperador Adriano (reinó de 117 a 138), fascinado por el esplendor de Baalbeck-Heliópolis, siguió de cerca los trabajos del templo de Venus y sus dependencias e hizo construir el anfiteatro, el foro y grandes avenidas. Pocos años después de concluido el santuario dedicado a Venus -la diosa de la belleza y el amor-, un edificio circular levantado sobre un basamento de 22 metros de largo por 15 de ancho, rodeado de columnas y estatuas de otros dioses paganos, se comenzó a construir, justo enfrente del templo de Júpiter, el consagrado a Baco, el dios más sensual de los romanos. Había nacido de los amores clandestinos de Júpiter con Semele, la bella y joven hija de Cadmo, rey de Tebas.
Baco fue, en efecto, un dios brillante y alegre, que residía en una fresca caverna sombreada por una parra. Con las uvas que recogía llegó a elaborar un néctar que con el tiempo se llamaría vino, y con el cual Baco (Dionisio para los griegos) convidaba generosamente a los genios del bosque (sátiros) de quienes era muy amigo. Aquellas fueron, sin duda, las primeras borracheras de la historia.
Los romanos honraban siempre a Baco en sus fiestas (de ahí las bacanales) y los templos que le dedicaban dan buena cuenta en sus bajorrelieves de esos prolongados jolgorios. El templo báquico de Baalbeck es quizá el más hermoso de todos ellos. Lo rodeaban cincuenta columnas, cada una de ellas de 18 metros de altura, con bellas cornisas esculpidas. La puerta principal, de 13 metros de alto por 6 de ancho, está considerada como uno de los más acabados modelos del arte romano de la época: esculpidos en piedra se ven motivos de perlas entrelazadas con gajos y hojas de parra, junto a racimos de uva, copas y ánforas para contener vino.
Recuerdan los historiadores que los acueductos que los ingenieros romanos construyeron en España son más audaces que los que se ven en toda Italia, y que los circos que levantaron en Francia son superiores a los de Roma. Pero los templos erigidos en Baalbeck sobrepasan todas las medidas. ¿Cómo se explica tanta desmesura, a tanta distancia de la capital imperial? Al parecer, la erección del colosal templo de Júpiter en Baalbeck estuvo relacionada con la demostración de poder que Roma necesitaba hacer a sus lejanas colonias orientales. La dirigencia romana impuso en los países conquistados la propagación de los dioses oficiales como símbolo del Estado, intentando aglutinar en torno a su culto a todos los individuos por encima de su origen étnico o social. En definitiva, se pretendía que los fieles demostraran a través del culto su lealtad a Roma, al poder establecido. Cuanto más grandes fueran los templos, mayor sería el temor y el respeto que inspiraría el poder imperial que esos edificios representaban.
Pero aquellos cultos paganos habrían de extinguirse con el paulatino avance del cristianismo. Los emperadores Constantino y Teodosio el Grande construyeron allí grandes iglesias. Fue el fin irrevocable del reino de Baal, Astarté, Júpiter, Venus, Baco y otras deidades menores del paganismo oriental.
Lo que quedó de todo aquello, a la vuelta de los siglos, se habría de convertir en uno de los más ricos yacimientos arqueológicos de Medio Oriente. Declarado como Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, se constituyó paralelamente en poderoso imán turístico, que atrajo multitudes a ese bello rincón del Líbano. Hasta 1974, medio millón de personas se acercaban anualmente a las piedras de la antigua Baalbeck para extasiarse ante la contemplación de tanta maravilla. Los viejos dioses parecían conservar, aún, su poder de convocatoria. Festivales de teatro y música aprovechaban, todos los veranos, la impar escenografía de las columnas del templo de Júpiter para montar grandes espectáculos. Por varias décadas, el Festival Internacional de Baalbeck tuvo fama de saber congregar a los mejores artistas del mundo.
Pero en 1975, en la antigua morada de los dioses volvio a sonar el estruendo apocalíptico. No eran los truenos de Júpiter ni el retumbar de nuevos terremotos. Eran los fuegos de una guerra civil que terminaría desangrando, por largos años, el Líbano. Baalbeck, en medio de una ruta estratégica, fue de nuevo el escenario de un infierno. Convertida en bastión de la fracción proiraní Hezbollah, la vieja ciudad padeció cruentos bombardeos que afectaron la estructura de sus viejos monumentos. Con sus columnas horadadas por las balas -y hasta burdamente pintarrajeadas con graffiti-, los templos quedaron prácticamente abandonados. La zona, hoy bajo dominio sirio, respira un momento de paz. Pero nadie garantiza nada en esas regiones. En la cercana y semidestruida Beirut, todavía se recuerda que el programa del Festival Internacional de Baalbeck 1975, que debió suspenderse por la guerra, incluía una famosa obra de Richard Wagner: la tetralogía El Ocaso de los Dioses.
Entre los restos de la vieja Baalbeck, anteriores a la época romana, pueden verse aún algunos bloques de piedra caliza de mil toneladas que suscitan las más imaginativas hipótesis. Esos gigantescos trozos de roca, perfectamente tallados, fueron transportados hasta allí desde una cantera cercana y elevados hasta una altura de siete metros. En el fondo de la cantera, a un kilómetro del emplazamiento de los templos, queda un bloque aislado, rectangular, que no llegó a ser totalmente desprendido de la roca original.
Los arqueólogos que lo estudiaron descuentan que estaba destinado para la fase final de una inmensa plataforma que quedó inconclusa. El bloque está cortado con una perfección similar a que se obtiene empleando una moderna herramienta de tallado con rayo láser.
Además, para desplazar semejantes bloques de piedra desde la cantera hasta la ciudadela era necesario el esfuerzo conjunto de cuarenta mil hombres, o de tres mil bueyes. Una tarea ciclópea, que ha hecho abonar hipótesis fantasiosas, que incluyen la intervención de seres extraterrestres. Se llegó a decir que la inmensa plataforma inconclusa había sido diseñada para las maniobras de naves espaciales.